Acto celebrado en la Institución de la Valedora do Pobo.
Rudolf Von Ihering, uno de los juristas más destacados del Siglo XIX, y en general de la Historia del Derecho, recordaba (en su libro Bromas y veras en la Ciencia jurídica) la desigual situación de los ricos y los pobres en el derecho procesal de la Antigua Roma, pues la carga de la prueba corresponde siempre a los plebeyos en cualquiera de sus controversias con los patricios. Para superar esa carga de la prueba los plebeyos debían tomar en su mano bolas de hierro candentes o meter su mano en una vasija con aceite hirviendo. Y si el plebeyo manifestaba queja es que estaba mintiendo.
Inspirado en esta tradición romana, nuestro Código Civil aún hoy día contiene una norma que seguro que a nadie se le ocurriría aplicar, pero que aún sigue formalmente vigente, según la cual, en la relación de servicio doméstico entre el “amo” y el “criado”, “el amo será creído, salvo prueba en contrario: sobre el tanto del salario del sirviente doméstico (y) sobre el pago de los salarios devengados en el año corriente” (artículo 1584).
Estas reglas jurídicas nos revelan la existencia de un prejuicio social acerca de la moralidad de las personas según su riqueza que arranca de las misma cuna de nuestra civilización occidental, y que se ha mantenido históricamente y todavía se mantiene, a veces en formas institucionalizadas.
En la sociedad liberal decimonónica, estaba muy extendida la idea de que la pobreza era un vicio personal, pues si el ordenamiento jurídico reconocía la libertad de las personas, no aprovechar las oportunidades de progreso solo podía obedecer a un vicio personal, salvo circunstancias extremas. De ahí que las leyes de pobres de la época exigiesen una acreditación deprimente e indigna de la situación de miseria, de una pobreza de solemnidad, y en última instancia condicionasen la concesión de las ayudas a una decisión discrecional de la autoridad pública de beneficencia.
Hemos avanzado a lo largo del Siglo XX. Pero esos prejuicios se mantienen. Las ayudas económicas a los pobres no se pueden concebir sobre el prejuicio de la desidia del pobre, ni deben ser discrecionales. Porque la pobreza no es solo un problema de carácter económico. Es también un problema sociocultural pues los prejuicios contra los pobres (aporofobia) están todavía fuertemente instalados en nuestra sociedad y sin resolver este prejuicio nada se conseguirá solo con medidas económicas.
La feminización de la pobreza es también una realidad constatable. De los alrededor de ocho millones de pobres o personas con riesgo de exclusión social que hay en España, la mayoría son mujeres debido a la ocupación de las mujeres en los sectores más deprimidos de la economía, como el servicio doméstico, o el trabajo agrario, o el trabajo no remunerado en el negocio familiar, las peores condiciones laborales que se manifiestan en la brecha salarial y en la consiguiente brecha en las pensiones, o las situaciones extremas de explotación humana (trata de personas con fines de explotación sexual, servidumbre doméstica). Situaciones a lo que se une en muchas ocasiones la existencia de hijos o familiares a cargo exclusivo de la mujer: las familias monoparentales son mayoritariamente de mujeres. Y la tendencia a la feminización de la pobreza es un fenómeno contrastable en el resto de los países de la Unión Europea, en los del Norte y en los del Sur.
Frente a toda esta realidad, debemos tener muy claras algunas ideas:
— Las personas no son culpables de su pobreza. No lo son las niñas y los niños ni sus madres o sus padres. Tampoco son culpables de su exclusión las personas con discapacidad, migrantes, refugiadas o de la comunidad gitana, ni los jóvenes tutelados o los privados de libertad.
— Nadie es culpable de su sufrimiento. No los son las mujeres víctimas de violencia de género. Ni cualquier persona por su orientación o identidad sexual. No hay religiones defensoras del terrorismo o la violencia.
— Ninguna persona es inútil, sea joven, desempleada, jubilada o sin hogar. Los poderes públicos tenemos la responsabilidad de garantizar la igualdad de todos los ciudadanos, poniendo en marcha las medidas necesarias para reducir la desigualdad social, combatir la discriminación y favorecer el respeto, tolerancia y participación activa de todas las personas.
Estas afirmaciones están entresacadas de la Declaración institucional del Parlamento de Galicia con motivo del Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza (17 de octubre de 2017). Y esta Valedora, como Alta Comisionada del Parlamento de Galicia, refrenda esta Declaración. Cualquier medida económica para superar la pobreza y la exclusión que no se acompañe del reconocimiento de la dignidad de todas las personas, ni tenga en cuenta la realidad diferenciada en la que viven hombres y mujeres, no servirá para conseguir la erradicación ni de la pobreza ni de la exclusión.