Prejuicios de género en las relaciones laborales y su incidente en la evolución del Derecho del Trabajo por Dolores Fernández Galiño, valedora do Pobo de Galicia.

Prejuicios de género en las relaciones laborales y su incidente en la evolución del Derecho del Trabajo por Dolores Fernández Galiño, valedora do Pobo de Galicia.

El artículo 3. c del Convenio del Consejo de Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia de género (Istambul, 2011), determina que la discriminación y la violencia contra las mujeres no obedece al sexo sino a los estereotipos de género entendidos cómo “los papeles, comportamientos, actividades y atribuciones socialmente construidos que una sociedad concreta considera propios de mujeres o de hombres.” Características de los estereotipos de género Los estereotipos de género presentan una serie de características relevantes que los hacen resistentes a la aplicación de las leyes de igualdad. Omnipresencia: A diferencia de todas las demás causas de discriminación, la variable “sexo” no se predica de un colectivo de personas que puedan considerarse como minoría en el sentido cuantitativo ya que se refiere a la mitad de la población. Obviamente, ni es una minoría en sentido cuantitativo, ni tampoco una mayoría minorizada en sentido cualitativo. En consecuencia, los estereotipos de género se pueden manifestar en todas las relaciones sociales causando situaciones concretas de desigualdad, discriminación o violencia. Invisibilidad: Los estereotipos de género tienden la naturalizarse. He aquí el ejemplo paradigmático de considerar que las mujeres son buenas cuidadoras mientras que los hombres no saben cuidar. Un estereotipo aparentemente positivo para las mujeres puede causar desigualdad, discriminación o violencia. Así acontece con todos los estereotipos de género, especialmente en aquellos directamente hostiles, pero también en los que aparentan ser indiferentes o, incluso, beneficiosos. El citado ejemplo de que las mujeres son buenas cuidadoras las sitúa en un dilema vital que no tienen los hombres: o trabajan renunciando a la maternidad, o son madres renunciando al trabajo, o son super women intentando llegar a todo. En todas las opciones el statu quo se mantiene y el estereotipo se consolida. Mutabilidad: Los estereotipos de género consiguen adaptarse a todas las circunstancias, también en las sociedades donde existen leyes, políticas y valores de igualdad. En estos casos, aunque cambian en sus manifestaciones, persisten en esencia. Un ejemplo claro es el prejuicio de que las mujeres no saben de política y que determinó la privación del derecho al voto. Una vez conseguido, el prejuicio se manifiesta de otras maneras: las mujeres no son votadas y no acceden a cargos públicos, o acceden a cargos poco significativos (puestos-florero). Los partidos políticos no incluyen en sus programas políticas de igualdad, o las incluyen de manera sólo formal. Y las mujeres dedicadas a la política son sometidas a un escrutinio más exigente o incluso a un discurso de odio. Consecuencias de los estereotipos de género Persistencia: Consecuencia derivada de las anteriores características es que los estereotipos de género y las desigualdades que comportan se mantienen en cualquiera nueva situación antes de que a las mujeres les llegue la protección de las leyes de igualdad. Un ejemplo actual son las nuevas tecnologías –en relación con la digitalización de la economía y de las relaciones laborales— que generaron una brecha digital y se echan en falta políticas dirigidas a superarla. Otro ejemplo es el acoso sexual y la violencia que se transmutan en ciberacoso o ciber violencia. También las discriminaciones pueden producirse a través de logaritmos para decidir el acceso al empleo o la extinción de los contratos. Y en el teletrabajo se derivan retos desde la perspectiva de la igualdad de las personas trabajadoras, la protección ante manifestaciones de violencia de género, los derechos de conciliación o el derecho a desconexión digital. Extensión: Los estereotipos de género omnipresentes, invisibles y mutables, determinaron que la discriminación por razón de sexo sea la causa de discriminación más extendida en el tiempo (en todas las edades históricas); en el espacio (en todas las civilizaciones); de las más variadas maneras (desde el falso paternalismo hasta la violencia de género); la más fácilmente acumulable con otras discriminaciones dando lugar a fenómenos de intersección de varias clases de prejuicios (raciales, religiosos, discapacitistas, edadistas); e incluso, que sea una discriminación asumida por las propias mujeres sometidas a ella (patriarcado de consentimiento). Minusvaloración: Por los estereotipos de género, en la Civilización Occidental y desde la Edad Antigua, las mujeres realizaron siempre las actividades menos valoradas socialmente, mientras que los hombres desempeñaron las más valoradas. Incluso las teorías económicas expulsaron los trabajos femeninos del sistema productivo. Cuando en las últimas décadas del Siglo XIX y en las primeras del XX, nace el Derecho del Trabajo, se construyó sobre ese mismo prejuicio de que no todas las personas que trabajan ostentan derechos laborales, sino sólo aquellas que, trabajando, realizan un trabajo socialmente considerado. Y en una sociedad patriarcal lo socialmente considerado es lo que hacen los hombres. Por eso, el trabajo doméstico, el cuidado de hijos/as, familiares o personas allegadas, la colaboración en la explotación familiar, o el trabajo en sectores no formalizados ni reconocidos profesionalmente, que son trabajos mayoritariamente asumidos por mujeres, están fuera del Derecho del Trabajo. Expulsión de la economía y del mercado laboral: Esta circunstancia no impidió que las mujeres, acuciadas por sus propias necesidades vitales y las de sus familias, trabajaran efectivamente en las fábricas surgidas como consecuencia de la revolución industrial desde finales del siglo XVIII. Pero, de nuevo, los prejuicios estaban ahí esperándolas. Cuando las mujeres, niños y niñas entraron a trabajar en las fábricas, su trabajo fue valorado por la mitad del valor que el de los hombres, siendo consideradas “la mitad de la fuerza”. El valor de su trabajo era inferior aunque realizaran el mismo trabajo que los hombres. Siendo la mitad el salario de las mujeres, niños y niñas, se abrió la veda en el contexto del capitalismo liberal decimonónico para su explotación, pues ese salario era un importante atractivo para el beneficio desmedido de empresas poco escrupulosas. La reacción pietista contra esta situación de explotación humana introdujo condiciones especiales en el trabajo de mujeres, niños y niñas. Las normas dictadas como consecuencia fueron las primeras intervenciones del Estado en unas relaciones laborales hasta ese momento sustentadas en el principio de autonomía de la voluntad del Derecho Civil. Esas normas fueron el inicio del Derecho del Trabajo. Pero, como veremos, esta reacción pietista venía con prejuicios de género incluidos. Paternalismo y consolidación del estereotipo discriminatorio: Las Factory Acts inglesas fueron las primeras en establecer prohibiciones de trabajo femenino (la de 1842 para el trabajo en el interior de las minas y la de 1850 para el trabajo nocturno) y limitaciones de jornada (la de 1844 y la de 1847 limitaron la jornada de trabajo de mujeres y menores). Poco a poco se extendieron a los demás países europeos industrializados. En España, la Ley del 24 de julio de 1873, conocida como Ley Benot, considerada la primera norma laboral, prohibió el trabajo de niñas menores de 10 años y el nocturno hasta los 15 años. Se prohibió, en el Reglamento de Policía Minera de 1887, el trabajo de las mujeres en el interior de las minas. La Ley del 13 de marzo de 1900 reguló el trabajo de mujeres y niños, estableciendo el descanso maternal, el permiso de lactancia y diversas prohibiciones. Una norma curiosa de la época fue la Ley del 27 de febrero de 1912, conocida como “de la silla” en cuanto obligaba a facilitar un asiento a las trabajadoras en establecimientos no fabriles con el fundamento de que la bipedestación afectaba la fecundidad. Esta normativa paternalista venía con prejuicios de género incluidos. Así, la prohibición del trabajo en el interior de las minas se justificaba por la debilidad de las mujeres frente a un trabajo tan duro, cuando la fortaleza física y mental habría que verla individualmente. La prohibición del trabajo nocturno obedecía al riesgo de agresión sexual, prostitución o adulterio, como si las mujeres al salir de noche tendieran a prostituirse o a engañar a sus parejas. Y las prohibiciones en trabajos industriales solían obedecer a la preservación de la fertilidad, obviando que la infertilidad afecta tanto los hombres como a las mujeres. La intervención estatal en las relaciones laborales tuvo un aliado muy significativo en los sindicatos eminentemente masculinizados, pues era una manera de excluir de la industria con puestos de trabajo mejor retribuidos, a mujeres que, de ser contratadas, cobrarían la mitad con el evidente riesgo de que la empresa acabara contratando sólo mujeres. Los prejuicios de género les impidieron ver a los sindicatos de la época que la solución no estaba en expulsar a las mujeres, sino en pagarles lo mismo que a los hombres por idéntico trabajo. Normativa paternalista. Recorrido histórico A principios del S. XX, el escenario se podría resumir en los siguientes términos: la creciente normativa tuitiva del trabajo se refiere sólo al dependiente del sistema productivo formal sin contemplar el doméstico o de cuidados, es decir, sin contemplar trabajos asumidos mayormente por las mujeres. Dentro del trabajo dependiente en el sistema productivo formal, el de la industria, llamado “de cuello azul”, más protegido y mejor remunerado, estaba totalmente masculinizado. Las mujeres estaban segregadas en trabajos administrativos, “de cuello blanco”, y en determinados sectores menos valorados como el textil o la conserva. El acceso de las mujeres a ciertos sectores mejor valorados, como la sanidad, se realizaba en subordinación (hombres médicos/mujeres enfermeras). Y en todos los casos, el trabajo de las mujeres se consideraba de menor valor. Las primeras reivindicaciones de igualdad salarial arrancan de fines del S. XIX y se consolidan en textos normativos bien entrado el S. XX. A nivel internacional el primer reconocimiento mundial del principio de igualdad en materia retributiva se encuentra en la famosa Parte XIII del Tratado de Versalles que en 1919 puso fin a la Primera Guerra Mundial donde se crea la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y se recoge el principio de “salario igual, sin distinción de sexo, para el trabajo de valor igual”. Sin embargo, esta norma fue ampliamente incumplida por los Estados miembros y este incumplimiento generalizado hace pensar, como así pasó en España, que imperaba la idea citada de que el valor del trabajo de la mujer era a mitad del valor del trabajo del hombre de manera que, al aplicar el principio de igual salario al trabajo de igual valor, el resultante era pagarle a la mujer a mitad del salario del hombre. Lo que confirma como un prejuicio puede derogar una ley. La OIT retoma la cuestión en el Convenio 100 sobre igualdad de remuneración entre la mano de obra masculina y la mano de obra femenina por un trabajo de igual valor en 1951. Su técnica está mejorada pues, por una parte, la remuneración comprende el salario o sueldo común básico o mínimo, así como cualquier otro emolumento en dinero o en especie pagados por quien emplea, directa o indirectamente al trabajador, en concepto del empleo (artículo 1.a). Por otro lado, obliga a “adoptar medidas para promover la evaluación objetiva del empleo, tomando como base los trabajos que este entrañe” (artículo 3.1). El igual valor depende de una evaluación objetiva del trabajo y no del supuesto prejuicio del menor rendimiento femenino. El Convenio de la OIT que inspiró en 1957 la introducción del principio de igualdad de retribución por trabajo de igual valor, en el Tratado de la Comunidad Económica Europea, fue el principio de toda la normativa anti discriminatoria posterior de la CENE y actualmente de la Unión Europea. Aunque también es bien sabido que esa introducción no obedeció exclusivamente las razones de derechos humanos pues Francia pidió su introducción por temor a que Alemania o Italia hicieran dumping social permitiendo pagar a las trabajadoras menor salario que a los trabajadores. España, tras ratificar el Convenio 100 de la OIT, lo traspuso en la Ley 56/1961, del 22 de julio, sobre derechos políticos, profesionales y laborales de la mujer, que establecía en su artículo 4 el principio “de igualdad de trato de los trabajos de valor igual”. Pero el Decreto 258/1962, del 1º de febrero, que lo desarrolló desvirtuaba el correcto entendimiento del principio al replantearlo cómo qué “la mujer disfrutará del incluso salario que el hombre a trabajo de rendimiento igual”, y al permitir que las reglamentaciones de trabajo, convenios colectivos y reglamentos interiores de empresa señalasen “normas específicas que adecúen la retribución al diferente valor o calidad del trabajo femenino”. De este modo se legitimaron las dobles escalas salariales en las que las mujeres cobraban la mitad que los hombres por un mismo trabajo. En 1978 en la Comunidad Europea existían más de 150 reglamentaciones de trabajo sectoriales con dobles escalas salariales. De hecho, la normativa paternalista se enquistó en un principio. La Organización Internacional del Trabajo aprobó en los dos primeros tercios del siglo pasado un gran número de convenios con un contenido paternalista en todo o en parte. Así aconteció en 1919 con el 4, sobre el trabajo nocturno de las mujeres. En 1921 con el 13, sobre el empleo de la cerusa (carbonato de plomo) en la pintura. O en 1967 con el 127, sobre peso máximo de carga a transportar por un trabajador, distinguiendo pesos máximos de carga segundo el sexo. En España, que en las primeras décadas del S. XX ya tenía una normativa paternalista abundante, se profundizó en ella por el régimen franquista de confesa inspiración paternalista. En el ámbito laboral ese paternalismo se plasmaba a la perfección en el Fuero del Trabajo, de 1938, al establecer que el Estado “prohibirá el trabajo nocturno de las mujeres… (y) liberará a la mujer casada del taller y de la fábrica”. Por otro lado, el Decreto del 26 de julio de 1957 del Ministerio de Trabajo, recopiló en uno largo Anexo los trabajos prohibidos a las mujeres con la curiosa característica de que al lado de cada prohibición se incluía una sucinta justificación. Así, y como ejemplos llamativos, se enumeraban los trabajos con animales feroces o venenosos por existir peligro de accidentes. En pompas fúnebres por trabajo penoso. Y en la conducción de vehículos de tracción animal o mecánica por existir peligro de accidentes (a las claras está aquí el estereotipo de que las mujeres no conducen bien). Camino a una normativa equitativa Ya muy avanzado el S. XX empieza a derribarse la normativa paternalista en todos los países avanzados. Desde la década de los setenta, la acción de la OIT en lo que respecta a las mujeres se tradujo en cuestionar las normas que preveían su protección especial no vinculada con la maternidad y la función reproductiva, pues se consideraban cada vez más un obstáculo para la plena integración de la mujer en la vida económica y la perpetuación de las concepciones tradicionales sobre el papel y la capacidad de las mujeres. Europa también siguió esa tendencia con la avanzadilla de los países nórdicos, que ya en la década de los sesenta comenzaron a derogar las normas paternalistas. En el derecho comunitario no se introdujo ninguna norma y la Directiva de maternidad de 1992 sólo justifica normas protectoras en base al embarazo, el parto o la lactancia natural. Únicamente en sus últimos años del franquismo hubo algunos tímidos avances en orden a la igualdad. En 1966 se permitió a las mujeres el acceso sin restricciones a la Judicatura. En 1975 se derogó la licencia marital necesaria para que la mujer casada pudiera trabajar. La Comisión Europea supuso un punto de inflexión total. En el caso de España, la Constitución de 1978 también fue el punto de inflexión en la evolución de la normativa que, en línea con lo ocurrido a nivel internacional, europeo y comparado, propició la derogación de todas las normas previas basadas en el paternalismo y la exclusión de las mujeres de determinados trabajos y permisivas de discriminaciones retributivas. Por otro lado, la consolidación de una normativa anti discriminatoria bastante sólida necesitaba, no obstante, de mejora en sus contenidos y en la efectividad de su aplicación práctica. Con este bagaje constitucional, las dobles escalas salariales de la CE (más de 150 en reglamentaciones de trabajo sectoriales en la época) pasaron a ser abiertamente inconstitucionales, mientras que la normativa paternalista tenía dictada su sentencia de muerte que el Tribunal Constitucional fue desgranando poco a poco en los años ochenta y primeros noventa, hasta su Sentencia 229/1992 que consideró discriminatoria la prohibición de trabajo de las mujeres en el interior de las minas. La Ley de Prevención de Riesgos Laborales de 1995 supuso la derogación definitiva del Decreto de 1957. La igualdad legal no erradicó los prejuicios de género Parecía que no existieran límites para el acceso de las mujeres al mercado de trabajo y se instaló la idea de que, una vez eliminadas todas las prohibiciones legales, la igualdad vendría dada por el sólo paso del tiempo. Con todo, los prejuicios de género seguían ahí para que esa igualdad formal no acabara de plasmarse en la realidad de las relaciones laborales, así que ahora que las mujeres pueden acceder al mercado de trabajo, los prejuicios de género se manifiestan a través de otros fenómenos donde se aprecia la desigualdad laboral y que, aún siendo muchos sobradamente conocidos, no resulta de más recordar: Segregación horizontal: Las mujeres sólo acceden a los trabajos que se asocian a su supuesta mayor capacidad de cuidado o a otras habilidades supuestamente femeninas (“paredes de cemento”), quedando excluidas de determinados sectores supuestamente extraños a sus habilidades, en particular, los vinculados a las ciencias, la tecnología, las matemáticas y la ingeniería (Science, Technology, Engineering and Mathematics; STEM por las siglas en inglés). Segregación vertical: Las mujeres no consiguen entrar en cargos directivos (“techo de cristal”), o entran en puestos directivos simbólicos o sin poder (“puesto florero”, fenómeno conocido cómo tokenismo); las mujeres no consiguen salir de las categorías inferiores (“suelo pegajoso”). Segregaciones horizontal y vertical: La sufren las mujeres en trabajos atípicos como el trabajo a tiempo parcial, trabajos fijos discontinuos, el tradicional trabajo a domicilio, o el nuevo teletrabajo. Llave que gotea: En las carreras de progresión en el tiempo, como la docencia o la investigación, pierden oportunidades que acaban causando que no lleguen a la cima. Precipicio de cristal: Supuestamente como reto profesional a las mujeres se les asignan tareas de improbable éxito que, cuando fracasan, acaban quemándolas. Escalera de cristal: Los hombres que trabajan en empleos feminizados acaban progresando más que sus compañeras, aunque realicen el mismo trabajo y sigue a ser un trabajo feminizado. Síndrome del/a impostor/a: La mujer de éxito no asume sus logros, lo que determina que se esfuerce más, pero reclame menos compensaciones por su trabajo. Brecha retributiva o salarial: Las mujeres trabajadoras perciben una menor retribución o salario que sus compañeros por realizar un trabajo de igual valor. Doble jornada: Condición a la que vienen sometidas las personas, generalmente mujeres, que desempeñan un trabajo remunerado y deben asumir tareas de cuidados. Violencia de género en el trabajo: Se manifiesta, especialmente, en el acoso sexual laboral e incluye otros fenómenos igualmente problemáticos como el acoso sexista o de género, el acoso moral o la discriminación por ejercicio de derechos de conciliación. Los cambios necesarios Poco a poco nuestra legislación laboral deberá ir mejorándose para hacer frente a estas manifestaciones de los estereotipos de género, algunas nuevas, otras ya existentes, que adquieren nuevos tintes y matices. No obstante, si comenzamos por el principio, por el Estatuto de los Trabajadores de 1980 como norma base de nuestro sistema de relaciones laborales, no podemos sino manifestar una cierta decepción ateniéndonos a su redacción originaria. Se reconoce el derecho a la no discriminación por razón de sexo en general (artículos 4.2.d y 17) y en el ámbito de la remuneración (artículo 28), aunque no contenga remedios jurídicos efectivos, ni se contengan tampoco en la ley procesal laboral, y presenta defectos tan importantes como la declaración de igualdad salarial, no retribuciones extra salariales, por trabajo igual, no por trabajo de igual valor. La ausencia de una derogación expresa de las paternalistas prohibiciones de trabajo que, como se ha comentado, se demoró quince años más hasta la Ley de Prevención de Riesgos Laborales. Los derechos de conciliación regulados, como la excedencia voluntaria para el cuidado de hijos y la reducción de jornada, eran pocos y de escaso alcance. E incluso se mantenía un vestigio de clara inspiración paternalista como la titularidad femenina única del permiso de lactancia. Esta situación de partida tardó décadas en corregirse, y seguramente aún necesite nuevas mejoras normativas. Veamos cómo eso se dio en los siguientes tres ámbitos: igualdad retributiva; derechos de conciliación y fomento de la corresponsabilidad; y acoso sexual. Igualdad retributiva: La fórmula originaria de “igual salario por igual trabajo” en el Estatuto de los Trabajadores de 1980, se corrigió en 1994 para introducir el concepto de “igual valor”, y en 2002 para sustituir salario por retribución. Más de 20 años tardó nuestra legislación en recoger el principio de manera correcta y aún pasado ese tiempo, seguíamos anclados en el principialismo pues se escogía el principio de igualdad retributiva, pero no se decía cómo hacerlo efectivo. Tal situación tropezaba con las recomendaciones de la Organización Internacional del Trabajo de leyes proactivas de igualdad retributiva. De hecho, casi cuarenta años después de la aprobación del Estatuto del Trabajo, el Real Decreto ley 6/2019, del 1 de marzo, de medidas urgentes para garantía de la igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres en el empleo y la ocupación, establece medidas dirigidas a erradicar las discriminaciones retributivas, obligando a las empresas a una mayor transparencia en relación con las retribuciones abonadas a su personal e imponiendo auditorías salariales. Disposiciones desarrolladas en el Real Decreto 902/2020, de 13/10, de igualdad retributiva mujeres y hombres. Derechos de conciliación: Una carencia importantísima de la redacción originaria del Estatuto de los Trabajadores eran los derechos de conciliación. Sólo en la década del setenta comenzaron a aparecer algunos derechos de conciliación muy bastos: en 1970 se introdujo a favor de las trabajadoras la excedencia voluntaria para el cuidado de hijos; en 1976 se introdujo la reducción de jornada, aquí ya indistinta; y el Estatuto del Trabajo se limitó a recoger ambas instituciones con titularidad indistinta, pero, como se dijo, mantuvo la titularidad femenina del permiso de lactancia. De este modo, el Estatuto asumía una igualdad formal, desconociendo la realidad de que eran (son) las mujeres las que siguen asumiendo las labores de cuidado. La introducción de derechos de conciliación dirigidos no tanto la que las mujeres concilien la vida laboral y la familiar a través de derechos de ausencia del trabajo, como a que puedan hacerlo sin abandonar el trabajo y a que los hombres se comprometan en las labores domésticas y de cuidado (corresponsabilidad), fue, precisamente, un vector importantísimo de reforma de la legislación laboral en las últimas cuatro décadas. En este período destacan la Ley 3/1989, del 3 de marzo, que amplió a 16 semanas el permiso por maternidad y que introdujo el disfrute paterno de dos semanas de licencia de maternidad en los casos de fallecimiento de la madre (y aún hubo quien entonces dijo que eso sería un regalo sin justificación para el padre porque seguro que el hijo lo iban a cuidar las abuelas). La Ley 39/1999, del 5 de noviembre, para promover la conciliación de la vida familiar y laboral de las personas trabajadoras, siendo una norma con avances significativos, quedaba corta en su apuesta por la corresponsabilidad y la conciliación masculina. La Ley 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, que mejora todos los derechos de conciliación, reconoce un derecho a la adaptación de la jornada por motivos de conciliación de la vida familiar que supone potenciar el derecho a la presencia de aquellos trabajadores/as que, en vez de utilizar permisos, reducciones de jornada o excedencias, deciden mantenerse en su puesto de trabajo pero flexibilizando la jornada para atender a las necesidades de la conciliación, y también se introduce un permiso de paternidad originario (entonces sólo de dos semanas, y que motivó igualmente la crítica de que los padres o no lo usarían o lo usarían mal). Y finalmente, el Real Decreto ley 6/2019, del 1 de marzo, que había equipado la duración y régimen del permiso de paternidad a la licencia de maternidad, y reforma en profundidad el viejo permiso de lactancia reconvirtiéndolo en un permiso para el cuidado del lactante que es individual para cada progenitor. Acoso sexual: Con lo que no podemos ser críticos para con el Estatuto del Trabajo es por el hecho de que, en 1980, no se tuviese en cuenta el acoso sexual, simplemente porque la elaboración jurídica de este concepto, como en general del concepto de violencia de género, era entonces totalmente desconocida. Por el contrario, debemos felicitarnos porque la Ley 3/1989, del 3 de marzo, a la que nos referimos, fue pionera en toda Europa al introducir una referencia al acoso sexual en el artículo 4.2.y del Estatuto del Trabajo, que se mantiene. Esa referencia dio lugar a una elaboración jurisprudencial que permitió crear una cobertura de protección a las víctimas que la Ley Orgánica de Igualdad reforzó al introducir los conceptos de acoso sexual y sexista y declararlos discriminatorios (artículo 7), obligando a las empresas a medidas de prevención (artículo 48), y también a la Administración General de él Estado (AGE, artículo 63). Incidir en la igualdad retributiva, en sus derechos de conciliación y en el acoso sexual no puede obviar que los estereotipos de género son omnipresentes. No vale con incidir únicamente en estos aspectos, sino que hay que incidir en todos los de la relación laboral. Para hacerlo se necesita un instrumento que contemple la igualdad en la empresa como uno todo, pues si los prejuicios de género pueden aparecer en cualquier aspecto de la relación laboral, el instrumento de lucha contra ellos debe ser general. Planes de igualdad: Surgen como instrumento de lucha a favor de la igualdad efectiva entre mujeres y hombres en la empresa con el objetivo de la transversalización de la igualdad de género dentro del ámbito de las relaciones laborales. Este instrumento desembarca en nuestro ordenamiento jurídico a través de la Ley Orgánica de Igualdad de 2007, entonces cómo obligatorios en empresas con un personal de 250 personas trabajadoras, sin prejuicio de que voluntariamente los podían realizar las demás empresas. Los planes de igualdad en las empresas son típicos instrumentos de transversalidad: imponen a la empresa un deber legal de garantizar la igualdad, así como obligaciones a la representación del personal en orden a su negociación de buena fe. Son susceptibles de regular todas las condiciones de empleo y de trabajo en las empresas. Y son, esencialmente, dinámicos pues obligan a realizar un diagnóstico de situación y la implantación de medidas estratégicas de consecución de parámetros de igualdad predeterminados y deben ser sometidos a revisiones periódicas. El Real Decreto ley 6/2019 fue ampliando su ámbito subjetivo a las empresas de más de 50 personas trabajadoras. Y, finalmente, se aprobó su desarrollo reglamentario que se echaba en falta con el Real Decreto 901/2020, del 13 de octubre, por el que se regulan los planes de igualdad y su registro. Mantenernos en situación de alerta El compromiso de los poderes públicos a todos los niveles en la lucha contra la desigualdad, la discriminación y la violencia por razones de género resulta evidente. Sin embargo, los prejuicios de género siguen estando presentes y siguen generando segregación vertical y horizontal, techo de cristal y suelo pegajoso, brechas retributivas y violencias en el trabajo. Que tengamos una legislación satisfactoria, un efectivo compromiso de los poderes públicos y una cada vez mayor capacitación y compromiso de quienes operan en las relaciones laborales, no permite que bajemos la guardia. Los prejuicios de género están siempre ahí, susceptibles de producir desigualdad, discriminación y violencia de género en cualquier ámbito de la relación laboral, con tendencia a la invisibilización, y con capacidad de adaptación a las nuevas situaciones para producir nuevas desigualdades antes de que lleguen a ellas las leyes. En consecuencia, debemos estar siempre alerta.

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